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7 de enero de 2012

Los cartoneros (Relato)

“Deben tener  más de cien años cada uno” —había dicho un día Juanín el de Pepa—, y todos asentimos.
¿Acaso se podían concebir caras más arrugadas, cuerpos más encorvados? Parecían dos bastoncitos gemelos que se deslizaran suavemente por entre los pedruscos que adoquinaban las calles; dos arquitos tirando de sus flechas de cuerda mugrienta en cuyo extremo siempre había un manojo de papeles y cartones, como si el libro de la existencia se le fuera cayendo siempre de las manos.
Verlos pasar calle abajo traía a la memoria los signos con que se cierran las preguntas. Y es que la larga pregunta de sus vidas parecía a punto de cerrarse definitivamente, esta vez, también seguramente sin respuesta.


No sé a qué ángel despistado se le había ocurrido aquella idea, pero resultó. Poco a poco, caricia a caricia, higo a higo regalando néctares de luna en las manos renegridas de los niños, fueron convirtiendo a los cartoneros en los “abuelos” del barrio.
—¡Eh!, abuelo, dice mi madre que en casa están los cartones que traía la máquina de coser…
—Bien, Lolita, dile que pasaré por ellos luego.
—¿Quiere usted que se los lleve yo?
—Como tú quieras, Lolita.
—¿Habrá higos para mí?
—Claro que sí, hija. Dile a la Isabel que te los dé de mi parte. Ahora es invierno y están secos, pero están igual de buenos o más.
—¡Ahora mismo se los llevo a casa, abuelo!

Hubiera parecido pretencioso llamar casa a la suya y sin embargo, pese a sus techos de lata, a sus puertas remendadas con panel y cartón-piedra, pese al suelo de terrizo y al Zotal, que nunca acababa de tragarse a los parásitos, tenía peso de hogar aquella casa donde no se recordaban borracheras ni peleas. Sólo cariño y mutua ayuda. Desde que Antonio, el abuelo, era fuerte como el tronco de la encina donde, en otro tiempo, ataba el burro al volver con su carrito de acarrear materiales a las obras cercanas; desde que Isabel lavaba en pilas ajenas, ajenas intimidades, siempre temerosa de perder al chiquillo que le mordía las tripas, y perdiéndolo siempre…
Después de comer, Isabel encendía un brasero con papeles, tablas y hojarasca, mientras Antonio cambiaba por unas cuantas monedas la recolección del día, aquella que juntos almacenaran una a una y con amor como si se tratara de recoger pétalos de flores.
Una tarde, Antonio volvió a casa y encontró a su flor más menuda que nunca, definitivamente marchita, caliente todavía la piel por las ascuas del brasero, pero con la fría rigidez del latón en la espalda.
No gritó. Que el grito lo había perdido hacía tiempo de tanto someterlo al “Dios lo quiere”. Tampoco le llovió a la lluvia con su llanto. Anduvo por la desapacible anochecida que ya se había guardado a los chiquillos y era sólo portadora de la prisa de los grandes que andaban cejijuntos, rumiando sus problemas, intentando ganarle la carrera al aguacero que Antonio calentaba a su paso echándole pedazos del alma a cada traspiés, con un suspiro.
Pensó en volver, y no quería. Pensó en seguir y le cansaba el recuerdo de la incómoda postura en que había dejado a su Isabel. ¿Volver? ¿Lavarle la cara y las manos, ponerla sobre el camastro, los brazos cruzados sobre el pecho? ¿Cerrarle los ojos? Y ¿qué, luego? Toda una noche junto al muerto lo hace parecer más muerto y más perdido… No. El quería seguir recordando a la Isabel trajinando en el fogón cuando volvía…  ¿Y mañana? ¿Cómo podía él mañana marcharse a recoger cartones cojeándole la pareja? ¿Había pasado acaso alguna vez?
—Buenas noches, abuelo.
Era el chico de Martín “El pisto” que volvía del trabajo soplándose las manos.
“Ya es un hombre este chico”. —Buenas noches, Paquito.
—Vuelva a casa, abuelo, que esta no es noche para andar por ahí. Dele recuerdos a la abuela.
—Gracias, hijo.
Sí, había ocurrido una vez.
“El invierno pasado se anduvo quejando del reúma. Lo tenía metido en el brazo izquierdo y en el pecho. No quería quedarse en casa, pero la obligué. Tuve que enfadarme y lloró. No por el dolor, no, que siempre ha sido muy fuerte, sino porque era nuestro primer enfado en tantos años. Me hice el duro dos o tres días más… No hay dinero ya, pero se lo pediremos a Pepa y se lo iremos pagando poco a poco. Los intereses… sí, ya… Nos apañaremos, mujer, pero, ¡ve al médico! Tuve que ceder al enfado porque se me moría de pena”.
—…Malo como siempre, Andrés, malo. Nunca hay bastante trabajo para tanta boca y nunca queda para nada. Si acaso, para esto: un vasito de vino antes de la cena.
Al ver la cara que había puesto Andrés el tabernero, Sebastián se volvió.
—Hombre, abuelo, ¿por fin se ha decidido a echar un traguito con los amigos? ¿Y qué le va a decir a la abuela? Andrés, sirve un vasito al abuelo que yo invito. ¿Qué, hombre, ¿cómo va la vida?
—¡Se me ha muerto la Isabel!
Y fue acercando la boca al vaso como si quisiera beber sin levantarlo. Agarró el mostrador como si un temblor de tierra se le fuera a llevar el único apoyo que encontraba en varias horas, y puso las rodillas en el suelo; en el suelo, el costado; en el suelo las manos y la cara como si , perdida también la fe, anduviera pidiéndole clemencia a los mismísimos infiernos.
Antonio, el cartonero, pasó aún dos meses contemplando el tren que, más negro cada día, cruzaba el barrio, hasta que una madrugada ese mismo tren se vistió, para él, de rayo vertical e incandescente.

1 comentario:

  1. Precioso relato,Antonia María.He evocado recuerdos de mi infancia cuando todavía había gente honrada que se ganaba la vida recogiendo cartón(supongo que hoy es más rentable robar cobre).Muy interesante también recordar la figura del prestamista(hoy se llaman bancos y seguro que son más inmisericordes que "Pepa").Usas un castellano limpio y terso que en muy contadas ocasiones he tenido ocasión de leer.Transmites en este cuento un ambiente muy entrañable y un sentido del amor y del respeto mutuo que hasta se ha perdido en la mayor parte de los ancianos de hoy..."¿Y qué,luego?... ¿Y mañana?"Estas preguntas resuenan en la mente de nuestro protagonista con una apremiante angustia y la vida se le vuelve insoportable como ese negro tren que pasa y pasa para llevárselo finalmente.

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