BLOG DE ANTONIA MARÍA CARRASCAL

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30 de enero de 2012

Antología de Taller Creativo



Este es mi último libro publicado junto a otros ocho escritores  como resultado de un taller literario. En él podéis leer tres de mis relatos o leerlos un poquito más abajo. Sus títulos son: "SOS rescate", "Rojo" y "Los cartoneros". ¡Que los disfrutéis!

23 de enero de 2012

Rojo (Relato)

Cuando el hombre bajó del metro olvidando junto al asiento su maletín, lo tomé en mis manos y corrí tras él hacia la puerta. En vano lo llamé, pues el ruido del tren que arrancaba debió acallar mi voz y el hombre, que caminaba deprisa hacia la escalera, no me oyó. Me detuve indeciso, con el maletín en la mano, pensando dejárselo cuando me bajara a cualquier responsable de estación.
El leve tic tac llamó mi atención sobrecogiéndome. Abrí el maletín que no estaba fechado y, respondiendo a mis temores, apareció un pequeño artefacto de relojería que marcaba una hora peligrosamente próxima a la que señalaba mi reloj. 

Con el más terrible horror que cualquier ser humano  pueda experimentar, me apercibí de lo que iba a pasar en breves momentos: mi vida, la del conductor y la de los escasos pasajeros que aún quedaban, se hallaban  en peligro. Es más, si no conseguía desactivar en breves segundos aquel demoníaco artefacto, volaríamos por los aires, justo al entrar en la próxima estación que, por ser punto neurálgico de líneas, debía estar abarrotada.
Apoyé el maletín en mi asiento. Busqué nervioso en mi bolsillo el pequeñísimo cortaúñas que pendía de mi llavero y comencé a hurgar entre los delgados cables que había en el fondo. Para mi alivio encontré, oculto por los otros, uno de color rojo.
Lo corté. Pero, al ir a sentarme tranquilizado y contento, oí cómo se activaba una grabadora diminuta y una voz, incomprensiblemente divertida aconsejaba:
“Aprende, pardillo, que el color indicador de peligro no tiene que ser necesariamente…”
Rojo, ahora lo sé, sí que es el color de los mismísimos infiernos.

15 de enero de 2012

S.O.S. Rescate (Relato)

Os cuento esto porque estoy desesperada y necesito ayuda.
Anteayer, cuando acabábamos de llegar de la playa donde habíamos pasado el puente de Semana Santa, yo estaba en mi cuarto recogiendo mis cosas conforme las iba sacando de la mochila: el bikini nuevo, que no había llegado a estrenar porque al tiempo le dio por llover, mi toalla azul con un enorme gajo de luna y estrellas amarillas, los patines de cuchillas, las raquetas de ping-pon y una bolsita conteniendo tres pelotas. Me gustan las pelotas de ping-pon —pensaba mientras tanto—, tan pequeñas, como hechas a la mano, tan tersas y suaves…
No sé por qué, me recuerdan a los huevos duros que, según cuenta mi madre, yo, cuando era pequeña, acostumbraba a robar de la cocina y lanzar pasillo adelante sosteniéndolos en la mano derecha y atizándoles con la mano izquierda endurecida a modo de paleta. (Cosas de zurdos. Por eso me encanta el ping-pon: porque sorprendo a los diestros y suelo ganar con facilidad).
Mis pensamientos quedaron interrumpidos en esto porque, al guardarlas no había cerrado bien la cremallera y una saltó y fue rodando hasta debajo de mi cama.
Repté hasta meter la cabeza y medio cuerpo bajo el edredón y, sin mirar, estiré la mano intentando localizar al tacto la pelota saltarina, pero ¡oh, Dios mío!, lo que saqué adherido a mi mano era una enorme pelusa cuya estancia en mi cuarto no llegaba a comprender pues, yo misma había ayudado a mi madre, antes de irnos, a dejar limpio y reluciente mi cuarto, así como el resto de la casa.
Ya sabéis, mi madre es como todas las madres: antes de salir, siempre hay zafarrancho general de limpieza y así, como se supone que los días en la playa son para descansar, pues ya vamos lo bastante fatigadas como para que no nos dé cargo de conciencia el reposo de cuatro días.
Mi primera reacción, (aquí se verá la influencia materna), fue de repulsa, y agité la mano tratando de soltarme de aquella amalgama de filamentos esponjosos y grisáceos; pero, por más que yo sacudía la mano o trataba de arrancarme aquella masa pegajosa, más se adhería ésta a mi piel, así que repté en sentido contrario y saqué la extremidad de la oscuridad reinante bajo la cama, hasta ponerme de pie y observar de cerca la razón de «cariño» tan efusivo.
Mi perplejidad llegó a límites insospechados cuando, al observar de cerca aquella cosa, reparé en que tenía forma definida. Sí, sí, tampoco yo daba crédito a mis ojos pero lo que tenía literalmente agarrado a mi mano eran unos ¿diré brazos y manos? unidos a un cuerpecillo de unos siete u ocho centímetros. Sobre los… ¿hombros?, ¡Dios, qué locura!, una cabeza enorme rodeada de pelambrera gris, circundaba una carita menuda en la cual refulgían unos ojillos brillantes y limpios como piedras de arroyuelo, que me miraban angustiados.


—¡Joder!, ¿qué es esto? —grité, esperando que no me oyeran desde el salón.
—Por favor, ayúdame —fueron sus palabras. Y yo caí sentada en la alfombra como si me hubieran estampado un sopapo colosal en medio de la frente.

7 de enero de 2012

Los cartoneros (Relato)

“Deben tener  más de cien años cada uno” —había dicho un día Juanín el de Pepa—, y todos asentimos.
¿Acaso se podían concebir caras más arrugadas, cuerpos más encorvados? Parecían dos bastoncitos gemelos que se deslizaran suavemente por entre los pedruscos que adoquinaban las calles; dos arquitos tirando de sus flechas de cuerda mugrienta en cuyo extremo siempre había un manojo de papeles y cartones, como si el libro de la existencia se le fuera cayendo siempre de las manos.
Verlos pasar calle abajo traía a la memoria los signos con que se cierran las preguntas. Y es que la larga pregunta de sus vidas parecía a punto de cerrarse definitivamente, esta vez, también seguramente sin respuesta.


No sé a qué ángel despistado se le había ocurrido aquella idea, pero resultó. Poco a poco, caricia a caricia, higo a higo regalando néctares de luna en las manos renegridas de los niños, fueron convirtiendo a los cartoneros en los “abuelos” del barrio.
—¡Eh!, abuelo, dice mi madre que en casa están los cartones que traía la máquina de coser…
—Bien, Lolita, dile que pasaré por ellos luego.
—¿Quiere usted que se los lleve yo?
—Como tú quieras, Lolita.
—¿Habrá higos para mí?
—Claro que sí, hija. Dile a la Isabel que te los dé de mi parte. Ahora es invierno y están secos, pero están igual de buenos o más.
—¡Ahora mismo se los llevo a casa, abuelo!

1 de enero de 2012

Sueños de arena (Letras de canciones)

Hundido en mis sueños evoco la esperanza,
la esperanza humilde de veros renacer.
de que seáis un día como yo soñara,
capaces de amaros y olvidar vuestro rencor.
Son sueños de arena los que un día forjara
de ver hombres nuevos que sepan perdonar
y yo, mientras tanto,
sufro, pido, lloro,
sufro, pido y canto
esperando el cambio
de la humanidad.   (BIS)
Sueño que la tierra que se pisa con saña
se tratara un día con el más puro amor,
que aquel que maltrata, que aquel que avasalla,
cambie su Tizona por la mano que da.

Son sueños de arena los que un día forjara
de ver hombres nuevos que sepan perdonar
Y yo mientras tanto sufro, pido, lloro,
sufro pido y canto
esperando el cambio de la humanidad.   (BIS)