La abracé una vez más. Recorrí todo su cuerpo y
hundí las manos en él como en la tierra misma. Me adentré en sus ojos pese a la
larga mirada que orientaba al techo. Su sonrisa quieta, en un rictus tal vez de
amargura, no se distendió. Tanta impasividad, lejos de aquietar mi entusiasmo,
lo acrecentaba.
Hubiera deseado que fuera primavera en nuestros
corazones. Que hiciera calor y resplandecieran los brotes de yerba junto a
nuestros cuerpos; ofrecerle una flor con cada beso. Entonces, ella sí se
estremecería entre mis brazos y sus ojos acortarían distancia hasta meterse
dentro de los míos.
Me tendí a su lado y miré, como ella, al techo;
preguntándome cuales serían sus emociones, esas sensaciones que me
ocultaba perdida en el silencio.
—Perdona —le dije mientras la hacía rodar sobre su
costado derecho.
Se ofreció a mí la esplendidez de nácar de su
espalda y, puesto de rodillas, peregriné en oración de besos desde sus caderas
al cuello, del cuello a sus caderas. Recorrí con mi lengua las cuentas menudas
del collar distendido en su columna vertebral hasta casi morir en su nuca.
“Quieto —me dije—. Puede que ella aún no esté
preparada”. Y volví a comenzar el rito de amor en que yo me inmolaba.
Friccioné ligeramente sus pies, los presioné con
toda la dulzura de que era capaz, y ascendí por sus piernas haciendo de mis
dedos mariposas, abejas libadoras en la flor universal que me ofrecía entre
ellas… Ella contuvo, sin descomponer su quietud, la salvaje oleada de nieve
caliente que derramó en su cintura mi peso desplomado.
Unos minutos después me incorporé y, con honda
ternura, le di las gracias.
Me vestí y salí de la morgue.
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Tremendo amiga, lo que menos se espera uno es ese final.
ResponderEliminarUn abrazo
Estoy de acuerdo con J.R. Infante, ese final impredecible aporta robustez a un relato diseñado con excelente trazo narrativo.
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