BLOG DE ANTONIA MARÍA CARRASCAL

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7 de mayo de 2014

RAZONAMIENTO DE PESO


¡Ay, Dios mío! ¡Daniel se ha caído al vacío por el agujero!
           Sus padres cruzan enloquecidos la distancia que separa la valla, de la mesa donde se celebra la reunión familiar. Todos corremos hacia ese espacio sin fondo que hasta hace un rato nos había parecido idílico. Las gigantescas coníferas emergentes de las escarpadas cumbres adentrándose sobre el pálido celeste de la tarde primaveral y abajo, muy abajo, el angostísimo valle recorrido por las locas espumas de un río encabritado. Frente a todo ello, la terraza del restaurante en un recinto cerrado del que el niño se ha salido en un descuido.
Es Luis, el padre del niño, quien alcanza el primero la oquedad por la que han desaparecido sus apenas cuatro años de ser padre. Al ver su intención, gritamos aterrorizados:
—No, Luis, te vas a matar tú también.
—Sujetadlo, que no saltee, por Dios.
Los móviles están todos en acción. Alguien pronuncia la palabra helicóptero.
La madre pierde fuerza en su carrera y se desploma a mitad de camino.
Luis ha desaparecido y los instantes se eternizan hasta que alcanzamos la valla, hasta que vemos aparecer la mano de Luis buscando sujeción. Daniel está a cuatro manos en un pequeño saliente, que ahora también sostiene a su padre que lo rodea con el otro brazo.
La madre sana de inmediato y corre a abrazarse a héroe y víctima.
Se suceden los comentarios.
—Menuda suerte ha tenido el chico.
—Ha sido un milagro.
—Dios le ha puesto la mano.
—Sí, sí, Dios le ha puesto la mano.
Daniel, que todavía llora asustado, de la mano de su padre y salvador, comenta entre hipidos:

—Papá, perdona, pero el que puso las manos en el suelo… creo que fui yo.

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