Anteayer, cuando acabábamos de llegar de la playa donde habíamos pasado el puente de Semana Santa, yo estaba en mi cuarto recogiendo mis cosas conforme las iba sacando de la mochila: el bikini nuevo, que no había llegado a estrenar porque al tiempo le dio por llover, mi toalla azul con un enorme gajo de luna y estrellas amarillas, los patines de cuchillas, las raquetas de ping-pon y una bolsita conteniendo tres pelotas. Me gustan las pelotas de ping-pon —pensaba mientras tanto—, tan pequeñas, como hechas a la mano, tan tersas y suaves…
No sé por qué, me recuerdan a los huevos duros que, según cuenta mi madre, yo, cuando era pequeña, acostumbraba a robar de la cocina y lanzar pasillo adelante sosteniéndolos en la mano derecha y atizándoles con la mano izquierda endurecida a modo de paleta. (Cosas de zurdos. Por eso me encanta el ping-pon: porque sorprendo a los diestros y suelo ganar con facilidad).
Mis pensamientos quedaron interrumpidos en esto porque, al guardarlas no había cerrado bien la cremallera y una saltó y fue rodando hasta debajo de mi cama.
Repté hasta meter la cabeza y medio cuerpo bajo el edredón y, sin mirar, estiré la mano intentando localizar al tacto la pelota saltarina, pero ¡oh, Dios mío!, lo que saqué adherido a mi mano era una enorme pelusa cuya estancia en mi cuarto no llegaba a comprender pues, yo misma había ayudado a mi madre, antes de irnos, a dejar limpio y reluciente mi cuarto, así como el resto de la casa.
Ya sabéis, mi madre es como todas las madres: antes de salir, siempre hay zafarrancho general de limpieza y así, como se supone que los días en la playa son para descansar, pues ya vamos lo bastante fatigadas como para que no nos dé cargo de conciencia el reposo de cuatro días.
Mi primera reacción, (aquí se verá la influencia materna), fue de repulsa, y agité la mano tratando de soltarme de aquella amalgama de filamentos esponjosos y grisáceos; pero, por más que yo sacudía la mano o trataba de arrancarme aquella masa pegajosa, más se adhería ésta a mi piel, así que repté en sentido contrario y saqué la extremidad de la oscuridad reinante bajo la cama, hasta ponerme de pie y observar de cerca la razón de «cariño» tan efusivo.
Mi perplejidad llegó a límites insospechados cuando, al observar de cerca aquella cosa, reparé en que tenía forma definida. Sí, sí, tampoco yo daba crédito a mis ojos pero lo que tenía literalmente agarrado a mi mano eran unos ¿diré brazos y manos? unidos a un cuerpecillo de unos siete u ocho centímetros. Sobre los… ¿hombros?, ¡Dios, qué locura!, una cabeza enorme rodeada de pelambrera gris, circundaba una carita menuda en la cual refulgían unos ojillos brillantes y limpios como piedras de arroyuelo, que me miraban angustiados.
—¡Joder!, ¿qué es esto? —grité, esperando que no me oyeran desde el salón.
—Por favor, ayúdame —fueron sus palabras. Y yo caí sentada en la alfombra como si me hubieran estampado un sopapo colosal en medio de la frente.
Entonces se presentó: se llamaba Lanitas y era una de los pocos supervivientes de su especie que, diezmados por la fuerza absorbente de un mundo de aspiradoras, vivían refugiados en los trasteros, protegidas por la escasez de luz y habitando los huecos de los cachivaches.
Me contó que, cuando mi padre subió a casa la tienda de campaña y la sombrilla, poco antes de irnos a la playa, ella se hallaba confortablemente dormida entre los pliegues de la tienda, de la cual escapó a duras penas, yendo a parar bajo mi cama gracias a una ráfaga de viento, minutos antes de que mi madre le pasara la bayeta a los bártulos para sacarlos a la calle.
Durante cuatro largos días había permanecido amparada en la penumbra de mi cuarto, pero se hallaba a punto de desfallecer pues, entre tanta pulcritud, no había polvo que la alimentara.
Conmovida por lo que me contó Lanitas, inventé una y mil excusas para que mis padres me dieran la llave del trastero y así llevarla de nuevo a su hogar, pero ninguna de ellas fue válida para conseguir mi propósito. Cuando se tienen diez años, los mayores piensan que vas a desordenar todo lo que toques; y no se es lo suficientemente pequeño y encantador para que te digan «espera tesoro, ahora mismo te bajo», ni lo bastante adolescente como para que los mismos te digan: «toma, niña, las llaves y piérdete».
Ideé mil escondrijos para mi nueva amiga.
Descarté alojarla en el recogedor, porque al día siguiente iría a la basura con las escasas motas de polvo que mi madre consiguiera arrebatarle al suelo.
La retiré, horrorizada de mí misma, después de haberla puesto en el horno de nuestra cocina.
Inspeccioné en los jarrones, entre los libros de la biblioteca, en un pico de difícil acceso debajo de la alfombra… Ningún lugar ofrecía la mínima posibilidad de hallar un poco de polvo con que mi amiga se alimentara, ni siquiera durante unas horas.
Así que, no viendo ninguna otra posibilidad, alojé a mi amiga entre los pliegues de la misma tienda de campaña en la que había salido de su confortable escondrijo para que volviera a él a «lomos» de mi padre.
Su agradecimiento no tuvo límites y, antes de introducirse en la tienda, me hizo prometerle que bajaría a verla cuantas veces pudiera, y me dio uno y mil achuchones de cariño a los que yo correspondí con suaves caricias a su cuerpecito textil.
Cuando ya mi padre se había echado al hombro la bolsa que contenía la tienda de campaña, mi amiga Lanitas se asomó una vez más para darme un último adiós de gratitud por haberle salvado la vida, y fue en ese mismo instante en que mi madre expresó:
—¡Espera, Luis, que hay una pelusa asomando por la boca de la bolsa!
Pude escuchar su grito diminuto de terror inconmensurable, pude ver la desesperada angustia horadando pozos abisales en las cuencas de sus ojos.
Grité un «no, mamá, por Dios, no lo hagas» con el terror afilando su zarpa en mi garganta… Fue inútil. Ya mi madre había enrollado el delicado cuerpo de la pelusa alrededor de sus dedos índice y corazón y había arrojado el pequeño envoltorio a través de la terraza que estaba abierta.
Durante horas deambulé por la calle sin responder a las insistentes preguntas de los vecinos que me veían escudriñar con tanto afán, sin querer contar a nadie la razón de búsqueda tan intensa.
Di vueltas y vueltas al edificio analizando cada centímetro de acera. Indagué bajo cada planta, alrededor de cada árbol, explorando hasta sus brotes más recientes; husmeé en las papeleras, levanté los envoltorios de los caramelos, perseguí los periódicos que arreciaba el viento…
No he vuelto a saber de ella.
¿La habéis visto? Por favor, que alguien me diga que sí, que la ha visto y que está perfectamente. No tenéis ni idea de lo que llevo sufrido desde antes de ayer, nefasto día en que ocurrieron los hechos. Necesito saber que todo ha ido bien, que está sana y salva en algún lugar, que alguien le he ayudado a conseguir un rinconcito donde permanecer y seguir perpetuando su especie.
Era tan menuda, tan pequeña, tan indefensa y desvalida que por nada querría saber que le he fallado.
Os ruego pues que, si la veis, me aviséis a mi dirección de correo electrónico pelusa@hotmail.com y muy gustosamente pasaré a por ella para devolverla a mi trastero; pero os ruego que seáis discretos, pues el mundo de las madres limpias conspira contra ellas.
¡Ah!, si habéis tenido, como yo, contacto con alguna otra pelusa, podéis escribirme a la misma dirección de correo y contarme vuestra experiencia.
Por eso, queridos amigos, solicito vuestra colaboración y os ruego que me aviséis si lográis localizarla, pues ya sabéis que son seres en vías de extinción y bien podemos colaborar en la conservación de su especie.
Tal vez las madres se opongan decididas a este deseo, pero ¿no pensáis que sería bonito volver a verlas crecer felices, incluso en la calidez de nuestros ombligos como ocurría en tiempos de nuestros antepasados?
Jeje el de la pelusilla este es genial! y muy divertido
ResponderEliminarHola, Elenita, (porque supongo que eres Elenita). Quiero darte las gracias por los comentarios y por haberte hecho seguidora de mi blog. Estoy muy contenta de que te hayan gustado.
EliminarUn beso.